El diario de Florencia

My Photo
Name:
Location: Ciudad Antigua, Siglo Pasado

Tuesday, September 26, 2006

Día seis: Olvido

Hoy tuve una sesión bastante interesante con mi tutor. Es curioso que use la palabra interesante para describir nuestro encuentro de hoy porque no hablamos de poesía, del todo. Y lo digo porque últimamente sólo me interesa eso y nada más.
Hoy, mi señor Fábregas y yo hablamos de una nueva invención que parece estar tomando mucha importancia en el mundo: el cinematógrafo. Según me dice, es un aparato que proyecta una luz cuadrada sobre una tela o una pared, y sobre esa luz se ven imágenes en movimiento; como decir una fotografía moviéndose. No puedo siquiera imaginar lo que debe ser eso. Él sí lo ha visto y trató por todos los medios de describírmelo, pero yo no le hallo ni pies ni cabeza. Mi madre me compara siempre con Santo Tomás; dice que tengo que hundir la mano en la herida para creer. Aún así, siendo mi tutor quien me cuenta de esta maravilla, no podría osar ponerlo en duda. Nuestra conversación no fue tan larga como las de los otros días pues tenía un compromiso ineludible, dijo.
Cuando estuve sola, sentada en la banqueta, debajo del cedro que me soplaba la nuca con su sombra, en medio del infierno que hacía justo después de la siesta, me preguntaba si su compromiso sería con alguna mujer. No sé porqué, sólo me lo preguntaba.
En esa soledad prematura y no pedida, me puse a hojear el libro que el señor Fábregas me dejó para leer como tarea. Me preguntaba si tendría muchos libros y si me dejaría verlos alguna vez. Talvez algún día reúna el coraje necesario para preguntárselo.
Al levantarme para volver a casa, barrí con los ojos en forma rápida la banqueta, sólo para verificar que no olvidara nada. Entonces mi estómago dio un salto: ¡mi tutor había olvidado su chaqueta negra!
La tomé de inmediato y por algún instinto extraño me la llevé a la nariz. Olía a colonia y a humo, pero no a humo negro, a humo blanco, de tabaco. Me pareció raro porque nunca le he visto fumando. Pero ¿qué digo?, si lo veo tan poco que ¿cómo voy a saber yo si fuma?
La doblé a lo largo y me la encajé en el brazo, opuesta al libro. Llevaba su libro y su chaqueta en mis manos como si fueran un tesoro. Después de todo, pertenecían a una de las personas que más admiro.
Mientras escribo estas líneas, su chaqueta me observa desde la silla donde la puse al llegar.

Sunday, September 24, 2006

Día cinco: Intitulado

Hoy me he atrevido a grabatear algo que se le podría asemejar a un poema. No tiene título aún. No logro definirlo. Talvez no tiene definición. Talvez mis palabras no son.
He aquí lo escrito.


Después de un autoexamen rápido
concluyo que soy una caja
llena de cosas ordinarias,
lugares comunes
y verdades simples.
El único boceto complicado
(extraordinario)
que encuentro en una esquina
es esa fijación mía
por la violencia.

(de su mirada) Eliminado por recomendación de mi tutor.

Saturday, September 23, 2006

Día cuatro: Locura

Casi llego tarde a la cita con mi Señor Fábregas esta tarde después de la hora de la siesta. Yo no me lo habría perdonado; talvez él sí. Detrás de esa careta de dureza y seriedad, presiento que mi tutor es más tierno y jovial de lo que aparenta. Bueno, en realidad él no aparenta nada. Él solo es, punto.
Me entretuve charlando con Carlotta, mi pequeña amiga y vecina. A Carlotta la sostuve en mis brazos, con sumo cuidado pues apenas dejaba de ser niña yo misma, cuando tenía un día de nacida y sus padres la trajeron al vecindario donde viven y vivo. Los trece años que nos separan en edad nunca han sido obstáculo para la amistad que nos une, casi como si fuéramos familia. Ya casi cumple seis años y es una pequeña vivaracha y curiosa, de cabello castaño que su madre peina en bucles perfectos cada mañana, sin perdón. Tiene ojos inmensos y locuaces al extremo; no saben ocultar los sentimientos y pensares de su dueña. Yo la conozco tan bien que con sólo una mirada a esos ojazos puedo predecir la llegada de una travesura o una pregunta audaz.
Al salir de mi casa, con el tiempo que yo consideraba suficiente para recorrer con calma todo el camino hasta la plazoleta donde mi tutor me esperaba, me la encontré al lado de la fuentecilla en el patio común. Soplaba dientes de león con la fruición que sólo los niños despliegan en esos menesteres que a los adultos nos parecen nimios. Me mojé la punta de los dedos en la fuente y los abaniqué en su cara para captar su atención. Me miró y volvió de inmediato a lo suyo sin siquiera sonreír. Entonces me detuve en seco, sin ganas de desistir en mi intento de sacarle unas risas.
Me planté frente a ella y empecé a desplegar toda mi galería de morisquetas; hasta hice uso de mis manos y mi pelo, para enfatizar en mi esfuerzo. Yo tenía los ojos cerrados por la naturaleza de la mueca que ostentaba en el momento, cuando escuché el redoble juguetón de sus carcajadas. Sonaban como lluvia en un cántaro a medio llenar. Los dientes de león habían pasado a segundo plano y el circo de mi cara era su mundo en ese instante.
-¿Ves?- le dije- Tu Florencia está tan loca que puede hacerte reír sin esfuerzo.
Sus ojos se abrieron como lo hacen cuando algo la asusta.
-¿Estás loca, Florencia?- me preguntó.
-¡Sí! ¡Mucho!- contesté sonriente. Carlotta empezó a hacer pucheros.
-¿Qué pasa, pequeña? ¿Porqué vas a llorar?- le dije, alarmada.
-Porque mi mamá dice que los locos son malos…
Los siguientes diez minutos los dediqué a consolarla de anticipado, evitando un derramamiento innecesario de lágrimas y explicándole que estar loco no es algo malo, que todos somos un poquito más o un poquito menos locos.
La dejé con sus juguetes de soplar, sonriendo y sacudiendo sus manitas hacia mí, en un hasta pronto. Me fui más de prisa de lo que hubiera querido, al encuentro de mi tutor, repitiendo para mis adentros que la locura está muy desprestigiada. Que todos necesitamos estar un poco locos para sobrevivir.

Friday, September 22, 2006

Día tres: Bendición

Hoy estuve herida de muerte, como tantas otras veces, leyendo poesía. Siempre ha sido una herida grata, dulce, placentera, producida por palabras cuya intención quizás no fue herir sino todo lo contrario. Lo que pasa es que cuando encuentro un poeta que sabe usar las palabras, que las acomoda de forma que disparan belleza y sentimiento, conjuran sensaciones inmediatas, calientes, cosquilleantes; yo me quiero morir. Sé que suena cursi, talvez hasta ridículo y contradictorio, pero me pasa. Su modus operandi es el mismo siempre, con el mismo orden: el arma entra despacio en mi cuerpo con la primera línea y se retuerce con suavidad conforme avanza el poema, hasta causarme una deliciosa agonía que, a veces, no pocas, me lleva hasta las lágrimas.
Esta vez fueron las palabras del Señor Girondo, con su poema ‘No sé, me importa un pito’ que me hicieron estremecer. Nunca había leído tal suavidad, dirigida con tanta fuerza a una mujer; y en ella a todas las demás. Si lo conociera, si lo hubiera tenido cerca, habría caminado hasta él, le habría abrazado y besado en agradecimiento.
Oliverio Girondo representa la parada número uno en esta ruta que me ha marcado mi tutor y debo decir que, hasta ahora, ha sido más placer que deber. No podría jamás atreverme a decir que le conozco (a Girondo) en el sentido literario pues fue apenas una pincelada lo que encontré de su obra. Sobra decir que le eché garra de una vez y leí de un tirón. Sus palabras me tocaron fuerte y despacio, justo como me gusta. Por eso sé que, dentro de lo que cabe en esta realidad distante, nuestra relación será duradera a partir de hoy.
Benditos sean los poetas.

Thursday, September 21, 2006

Día dos: Osadía

He notado al Señor Fábregas un poco distante el día de hoy. Temí por mi futuro; por un instante creí que había decidido no acogerme bajo sus sabias alas. Después, cuando me dio una lista de autores a buscar, con la respectiva sugerencia de leerlos cuidadosamente, mi corazón dio un salto alegre porque supe que había sido aceptada.
Acabo de salir de la inmensa biblioteca que, bendita sea la conveniencia, tengo a unos cuantos pasos; casi podría decirse, sin miedo a hiperbolizar, que al alcance de los dedos. Me pasé toda la mañana buscando pero no es fácil: son autores selectos los que me propone como primeras luces del camino. Selectos, esa es la palabra; él los seleccionó especialmente para mí por algún motivo, por eso es tan importante que los encuentre y logre compenetrarme con ellos.
Al salir de la biblioteca, me senté un rato, como lo hago todos los días, a observar a la gente que pasa despreocupada por la calle. De inmediato captó mi ojo una figura masculina. Talvez debería mostrar un poco de pudor al tratar temas que por mi condición de mujer no me competen y que son karma social, pero mi experiencia y mi corta edad me dan la palabra por el simple hecho de ser; yo nada más la tomo.
Era un hombre joven, cara blanca y lampiña, de unos treinta años. Se me presentaba plagado de superlativos tanto en guapura como en plante, altura y virilidad. Llevaba una coleta hacia la base de la nuca de cuyo nudo sobresalían unos cuatro centímetros de cabello negro, a la usanza de los caballeros de esta época. Por debajo de la cola, una cortina de cabellos más cortos e igual de rebeldes se abrazaban al cuello.
Mientras yo lo miraba él se movía en pasos cortos, sin abandonar cuatro adoquines laterales al cedro enano, que enverdece el paisaje frente a la barbería. Parecía que esperaba a alguien.
De pronto su cabeza giró hacia mí y chocamos los ojos. Yo, todavía no entiendo porqué, poseída por una fuerza bruta que desconozco, le sostuve la mirada por unos segundos que fueron más que eso. Fueron días enteros en un embudo. Cuando murió el momento, mis niñas buscaron el suelo y juro que no pude anticipar el súbito calor en mi cara. Me quedé escarbando con la vista el adoquín de este lado de la calle y sólo alcé el rostro cuando el aire se volvió fresco de nuevo, cuando todo se quedó quieto y en su lugar. Él ya no estaba.
Me levanté, sacudiendo mi falda y volví a la biblioteca. Tenía que volver a lo mío. No quería que el Señor Fábregas tuviera la impresión de que yo estaba tomando mi pasantía a la ligera y, de algún modo, sentía que me vigilaba.

Wednesday, September 20, 2006

Día uno: Desahucio

Todas las lunas en todas sus fases, montadas como piedras preciosas en mil cielos esplendorosos no tienen mayor relevancia que un sol opaco y marchito, rodeado de nubes y brisa húmeda. Esa soy yo, hoy.
Mi Señor Fábregas y yo discutíamos la noche de ayer acerca de la dualidad inherente de las cosas opuestas. Todo es nada. Nada es todo. El principio es lo mismo que el fin y el fin da paso al inicio de nuevo. Somos seres circulares flotando en una burbuja de tiempo y espacio que se mezclan y desencantan todo a su paso. El tiempo pasa o se gasta o transmuta o desaparece, no lo podría decir con certeza; pero el tiempo se va y yo no olvido. ¿Cuál es la manía masoquista de guardar en la memoria cosas que no me sirven ya? Talvez, a modo de autocastigo, esté programada para insistir en recuerdos vanos de felicidades efímeras, como todas las felicidades y tiempos felices que acabaron en desgracia, como todos los tiempos felices, sólo para ver hacia delante creyendo que puede volver a pasar, que se puede volver atrás. Que talvez...
El tiempo es uno y uno sólo. El tiempo es ahora. El pasado ya no está y el futuro aún no existe. Casi me decido a concentrar mi vida en lo que vivo en este instante. Si bien mis actos de ahora podrían conllevar a los siguientes, bien sé que nada está escrito y lo puedo comprobar con cada exhalación mía.
Es como ese tipo al otro lado de la calle, el de los ojos duros y la boca en forma de sonrisa al revés. Pienso que si pudiera darle un mordisco, el sabor a bilis me llenaría la boca por varios días. Se le nota la amargura en cada gesto y hace sólidas mis suposiciones cuando le dice en un ladrido al niño que le pide una moneda que se aparte de su camino porque le está estorbando. El niño lo mira como si le afectaran sus palabras gruesas, pero de inmediato voltea la mirada hacia este lado de la calle y una sonrisa asoma a su rostro de miseria. Ese hombre que le ladró, esa cosa amarga que ahora camina de prisa en otra dirección, es lo que es y nada más. No tiene revés alguno ni tronco que lo mantenga a flote en el menjurje de tiempo y espacio en el que está sumergido. Es ahora. Es ya. Si lo dijera en términos de colores, nadie sabe cuánto más verde o amarillo podría llegar a ser.
Vuelvo a lo mío. Volteo la cara, la bajo, la subo, no sé dónde posar mi mirada. No quiero ver el mundo que me rodea y que me punza la costilla como si le estorbara. Como si me quisiera empujar a un abismo que sólo yo puedo reconocer. Como si yo fuera una niña pidiéndole limosna al tiempo/espacio para ver de nuevo, con otros ojos, lo que mi desesperanza se rehúsa a creer posible, repetible. Sobras, migajas, desperdicios de un tiempo y un espacio que no me pertenecen ya y que nunca fueron míos. Tiempo y espacio compartidos con él. Con todos. Con nadie.
Debo ver al Fábregas de nuevo (Dios me libre de que escuche él mi referencia a su persona con tal confianzudez). Él sabe cómo hablarme de manera que entienda que el hoyo en el que me encuentro, este bache relleno de pétalos de amapolas y agua turbia entibiada en el que me sumerjo por voluntad propia cada tarde al caer las cuatro, la hora en que su olor me golpea como una cadena de muelle justo entre la boca y la nariz, es sólo un puente hacia la aceptación de lo que soy ahora. Él sabe cómo hablarme de manera que lo que digo parece tener sentido. Debo y quiero verlo porque me comprende y me escucha y me regaña y me pinta campos de flores cercanos que no veía tan cerca porque no quería ver. Quiero verlo porque, además, me gusta mucho su voz.
Pero antes, debo hacer mi tarea.